Esta vocación no se consigue por mérito propio sino por pura misericordia de Dios, además, es una llamada para testimoniar lo recibido por medio de las palabras y las obras. En consecuencia, el sacerdote ha de ser un signo, un testigo del Señor Jesús en todo momento y con todas las personas.
Por lo tanto, al recibir un don no merecido y ser llamado para actuar en la persona de Cristo y conducir a muchos hacia la salvación que él ofrece, implica entonces, asumir la invitación con radicalidad y responsabilidad. Esto quiere decir, que el sacerdote es ante todo un pastor, el cual enseña la Palabra de Dios, santifica al pueblo a través de los sacramentos y rige al mismo con amor y compasión por medio de la caridad pastoral.
Hoy por hoy es evidente la súplica urgente que la gente hace de tener sacerdotes santos. Las personas de hoy son cada vez más sensibles a los testigos auténticos. No piden sacerdotes perfectos, pero sí que sean fidedignos, íntegros, que con todo su corazón, toda su mente y su voluntad traten de seguir a Jesucristo en su vida y en su misión.
A la luz de esta identidad sacerdotal no es admisible que un sacerdote desfigure esta llamada permitiendo que la sociedad de consumo lo convierta en títere de sus intereses económicos y termine siendo un payaso de la sociedad. Produce dolor y molestia cuando se evidencian sacerdotes que aceptan convertirse en pan y circo para el pueblo.
Puedo manifestar con claridad que no existen justificaciones para favorecer y hacerse partícipe de estas caricaturizaciones o burlas, quizás para quien hace parte de estas, considere que es una manera de acercarse a la gente o hacer amable la imagen del sacerdote, pero desde mis convicciones creo que el resultado que genera es todo lo contrario, suscita el ridículo y ofende el ministerio confiado. Incluso, considero que esto revela más intereses del orden personal que del orden comunitario. A propósito de esto, el Papa Francisco en días pasados, recordaba que el sacerdote no es llamado a ser un "showman", sino un pastor, donde el que brilla es Cristo y no la persona misma. Cuando surgen ministros que buscan aplausos, luces y reconocimientos constantes posiblemente están revelando inmadurez, pobreza espiritual y desconocimiento de la esencia del ministerio.
En la historia de la Iglesia conocemos miles de casos de sacerdotes cercanos, queridos y seguidos por muchos, gracias a su fidelidad, testimonio, humildad, dedicación a su ministerio y coherencia, y no por que ofrecieron su identidad al mejor postor y convirtieron su ministerio en una parodia.
Por ello, se requiere cada vez más, un mayor discernimiento en los seminarios para que los llamados al ministerio ordenado estén dispuestos a ser personas que buscan en primer lugar a Dios y no así mismos, a dedicarse a lo propio del ministerio, desgastándose por la gente y no por las cosas del mundo. A no buscar su riqueza sino el bienestar de la comunidad y a desear ardientemente la coherencia de palabra y de obra. En una sola expresión, que buscarán ser otros Cristos, para cuidar el don y el tesoro que se les confía.
En consecuencia, el ministerio sacerdotal es tan grande y santo, porque proviene, se fundamenta y culmina en Cristo, que no podemos asumirlo indiscriminadamente y vivirlo a nuestra medida y pareceres, sino desde los criterios del evangelio y las normas de la Iglesia, por eso, quienes somos ordenados lo hacemos desde la conciencia, la libertad y la fidelidad a lo confiado, asumiendo todo lo bueno y exigente de esta vocación desde el amor, la gratitud y el compromiso, para animar a otros en su respuesta particular como cristianos.
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