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¡Cristo es nuestra paz!

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Diversos medios de comunicación y líderes sociales han analizado ampliamente los resultados del plebiscito del pasado 2 de octubre que, contra todo pronóstico, rechazó…

Sin duda, muchos factores coadyuvaron a ese resultado inesperado. Pero uno en particular ha sido objeto de especial atención: el papel del sector religioso y específicamente de algunas iglesias cristianas, cuyo rol ha sido considerado "determinante" en la victoria final del "no".

No han faltado, en el contexto de polarización y debate que vive nuestro país, durísimas críticas a aquellas iglesias y pastores que declararon, públicamente, su apoyo personal e institucional al "no". Y como era de esperarse, desde diversos sectores de opinión, se multiplicaron también las críticas al Episcopado colombiano por su decisión, firme y consensuada, de mantenerse neutral en el debate político del plebiscito, recomendando a los fieles católicos una participación activa en la consulta y un voto libre, informado y consciente. Y acompañamos esa decisión con un esfuerzo de divulgación pedagógica que hizo posible que, millones de colombianos, en sus parroquias y comunidades, conocieran la naturaleza y finalidad de los Acuerdos de paz.   
Paradójicamente, los mismos que hoy critican con dureza la opción política asumida por algunos pastores y líderes cristianos, consideran “inaceptable” la neutralidad de la Jerarquía Católica considerándola “cómoda, apática y cobarde”…
En realidad, las motivaciones de nuestra postura son muy diversas a esas ya señaladas. En primer lugar, no fue fruto de comodidad, apatía, tibieza o cobardía. Todo lo contrario. Ninguna opción era, a corto plazo, más sacrificada y arriesgada que la “neutralidad” asumida por el Episcopado colombiano. Pero ninguna otra opción era posible, ni eficaz, ni evangélica, ni conveniente, ante el diagnóstico de realidad -política y social- que la Iglesia en Colombia se planteó como escenario de su acción evangelizadora en favor de la reconciliación y la paz.


Un escenario que, desde el primer momento, quiso superar los límites impuestos por la coyuntura de las negociaciones en La Habana, la agenda mediática y las interminables controversias sobre los detalles del Acuerdo final… profundizando así el diagnóstico simplista de una clase dirigente que cree poder construir la paz sin remover las causas que nutren la violencia en Colombia, en sus diversas formas y nuevas manifestaciones.
En definitiva, cuando muchos centraban sus esperanzas de paz en las negociaciones de La Habana, los Acuerdos y el plebiscito, la Iglesia en Colombia reflexionaba sobre el nuevo ciudadano y la nueva sociedad que –con acuerdos o sin ellos- es necesario construir para lograr la paz y la reconciliación que todos los colombianos –los del sí y los del no- anhelamos. Una paz de convergencias, de unidad en la diversidad, que ha de incluir, junto a otros asuntos, el respeto a los valores del pueblo colombiano, la vida y la familia. 


La “neutralidad” de la Iglesia Católica en el plebiscito es pues como dije, en primer lugar, consecuencia directa de este enfoque, en el que la paz se vislumbra más como una realidad social, estable y duradera, que como el fruto de una negociación política, sujeta a los cambiantes dinamismos de la realidad política nacional, de sus líderes y de sus partidos.
Creo que los resultados del plebiscito nos han dado la razón en ese punto. Como nos han dado razón también sobre la necesidad de establecer canales de diálogo entre los actores políticos del país, para superar la tentación recurrente del sectarismo.  


Pero existe, además del ya señalado, otro elemento importante que explica la neutralidad política de la Iglesia de cara al plebiscito. Creemos firmemente que nuestras relaciones con el ámbito político deben estar caracterizadas por un exquisito respeto de la libertad de conciencia de nuestros fieles, protagonistas de la evangelización de la política y de las demás realidades temporales, misión para la cual gozan –siempre a la luz del Evangelio- de amplísima libertad, capacidad de iniciativa y autonomía. Así lo enseñó claramente el Concilio Vaticano II.


La labor de la Jerarquía materia temporal se circunscribe a iluminar, animar y acompañar a los laicos en su misión, sin imponer o constreñir sus consciencias, pero animándolos a promover los valores del Evangelio, la justicia social, el respeto por la vida y por la familia. Porque tampoco en esos temas pueden hacerse concesiones por causa de conveniencia política. En definitiva, si hemos de aportar en la construcción de la reconciliación y la paz, la Jerarquía de la Iglesia ha de hacerlo en el respeto de la legítima diversidad de opiniones, ideas e identidades políticas. La Iglesia Católica en Colombia conoce bien los nefastos resultados del “matrimonio” entre el trono y el altar, entre la política y la religión. Y no hay voluntad de repetir errores del pasado.   
A mis hermanos, pastores de otras comunidades cristianas, bien saben ellos cuanto los aprecio, un consejo dado de corazón y con humildad. Consejo que extiendo también, con igual humildad, a mis hermanos sacerdotes: ¡No dejemos que los políticos, sea cual sea su partido, manoseen a Cristo y a su Evangelio!


Demos a César lo que es de Cesar y a Dios lo que es de Dios. El poder de Dios enaltece, el poder de los hombres envilece y corrompe. La defensa de los valores del Evangelio, de la vida y de la familia, requieren coherencia evangélica, dones de discernimiento y sabiduría: hay que decir lo que no nos gusta, iluminar las conciencias, actuar con audacia y valentía, pero sin caer en el juego nefasto de la política partidista que divide y siembra enfrentamiento entre hermanos. No es ese el camino del Evangelio.  


El respeto exquisito de la libertad de conciencia de nuestros fieles en el campo político es la única garantía de que no sucumbiremos ante la tentación del poder, del autoritarismo moral o del partidismo sectareo, pudiendo así desarrollar nuestra misión evangelizadora sin compromisos o condicionamientos mundanos, con auténtica libertad. En este campo, nos jugamos la autenticidad profética de nuestra misión común: la predicación del Evangelio.
La Iglesia Católica, ahora más que nunca, está llamada a aportar a la paz y a la reconciliación de nuestro país. Su misión se presenta como urgente y necesaria ante el escenario de polarización e incerteza que se nos presenta. Nos hemos preparado, con oración y reflexión, a conciencia, para responder a los actuales desafíos. Nada hay que temer. Lo haremos guiados por la mano de Dios, no por los hombres. ¡Cristo es nuestra paz!   

 

 

 

 

 

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