El 27 de noviembre pasado inició el tiempo litúrgico de Adviento y en algunas parroquias y/o para algunos cristianos parece que no ha comenzado, o ya terminó.
El cada vez más acelerado inicio de las llamadas “fiestas decembrinas” ha logrado que el primer tiempo del año litúrgico pase a un segundo plano casi imperceptible. Fijémonos en que tanto la Navidad como la Pascua están precedidas por tiempos de preparación que tienen como connotación especial la sobriedad y la penitencia, la caridad y la solidaridad cristianas. Pero lo que ahora estamos viendo es que Adviento ya parece ser un asunto del pasado: en muchos templos se prefiere el árbol de Navidad sobre la Corona de Adviento; los cantores siguen entonando los mosaicos de acompañar con palmas, los arreglos florales abundan y no faltan los templos que desde el mes de noviembre no les cabe una luz navideña más.
Y ni qué decir de los hogares. El comercio, pasando la fiesta de amor y amistad en septiembre, saca las guirnaldas y las luces con su “madrúguele a diciembre”. Hay familias que en octubre ya tienen organizado el pesebre y a la casa no le falta un rincón para adornar con papás noeles y moños. Un exceso grande es la famosa alborada del primero de diciembre en la que algunas personas salen a la madrugada de este día, entre licor y pólvora, a recibir el último mes del año con los excesos propios de quien piensa que va a ser su último diciembre de la vida y, lamentablemente, resulta siendo así para algunos.
Adviento, sin embargo, tiene su identidad propia: el color litúrgico morado en señal de austeridad y penitencia, la ausencia del canto del “Gloria”, la sobriedad en los arreglos florales y la moderación en los instrumentos musicales usados para acompañar el canto, además de la corona de Adviento que no es obligatoria pero sí es un signo recomendado, hacen parte de ese conjunto de características propias que no deben perderse; a ello se suma, más allá de lo litúrgico, el espíritu del tiempo: la espera profunda de que así como celebramos que el Hijo de Dios se hizo uno de nosotros en su primera venida, del mismo modo debemos esmerarnos porque nos encuentre dignos de Él en su segunda venida. Si el Adviento se vive litúrgica y espiritualmente con sobriedad y moderación, la Solemnidad de Navidad va a tener más impacto y trascendencia, se notará más el punto de quiebre y la unión misma entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
No intento ser aguafiestas y decir que armemos el pesebre el 24 de diciembre en la mañana y que solo ese día pongamos adornos navideños. Lo que intento decir es que podemos hacer más esfuerzos para que el Adviento no pierda su identidad. En las parroquias y grupos apostólicos debemos incentivar ese ambiente a través de los retiros espirituales, de las conferencias de Adviento, del respeto a las normas litúrgicas, de la lectio divina con textos de la espera mesiánica, etc; no le sigamos el juego al consumismo que quiere hacernos perder este gran momento.
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