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¿Está la Iglesia a favor de la donación de órganos? (Bonus video)

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¿La extracción y la donación de órganos son prácticas siempre compatibles con la moral cristiana o a veces plantean problemas?

1. La donación de órganos constituye una “forma particular de caridad”. La Iglesia alienta la donación de órganos porque permite a menudo curar, incluso salvar vidas, y porque se inscribe en una lógica de caridad y de gratuidad.

Donar un órgano es autorizar el trasplante de uno de los propios órganos considerado sano y en estado de cumplir su función en otra persona a la que le falla ese mismo órgano, y así darle la posibilidad de mejorar sus condiciones de vida, e incluso impedir su muerte.

Para la Iglesia, esta “donación” constituye una “forma particular de caridad” llena de sentido “en una época como la nuestra, marcada por tantas formas de egoísmo”. Entra en una lógica de “gratuidad”, “determinante para una concepción correcta de la vida (···) y la plena realización de una sana justicia”, en la medida en que “no se trata de donar simplemente algo que nos pertenece, sino de donar algo de nosotros mismos”.

Sin embargo, sus procesos afectan a “un ámbito particular” de la ciencia médica que exige, a pesar de “todas las esperanzas de salud y de vida”, que suscite, “como en todo progreso humano”, una “atenta reflexión antropológica y ética”.

En efecto, las exigencias éticas de un trasplante de un donante fallecido varían mucho respecto a las de uno de un donante vivo.

Referencias:

Discurso del Papa Benedicto XVI a los participantes del congreso internacional sobre el tema de la donación de órganos organizado por la Academia pontificia para la vida, viernes 7 de noviembre de 2008
Discurso del Papa Juan Pablo II al 18º Congreso internacional sobre trasplantes, martes 29 de agosto de 2000
Catecismo de la Iglesia Católica, n°2296

2. Para que la donación de órganos sea un acto de caridad, deben respetarse algunas exigencias éticas. En el caso de un donante vivo, es necesario que haya “consentimiento” y “ausencia de riesgos excesivos” para él.

“El consentimiento informado es condición previa de libertad para que el trasplante se considere un don y no se interprete como un acto coercitivo o de abuso”.

Este punto puede, sin embargo, ser delicado en la práctica. Porque, para que un trasplante tenga éxito, es necesario que el órgano que se trasplanta sea compatible con el sistema inmunitaria del destinatario. Y para eso, se empieza por buscar en la propia familia, sabiendo que hay más probabilidades de encontrar un sujeto compatible. Pero entonces puede haber riesgo de “presiones familiares” (se presiona a alguien para que done su órgano) y por tanto riesgo de “coacción” al donante, e incluso de explotación.

Es obligatorio asegurar que el consentimiento del donante sea de verdad fruto de una decisión “libre” y “esclarecida”. El donante debe ser informado de todos los riesgos que implica aceptar hacer esa donación.

Además, para la Iglesia, la donación de órganos sólo puede realizarse "si los peligros y riesgos físicos o psíquicos sobrevenidos al donante son proporcionados al bien que se busca en el destinatario".

Corresponde al médico discernir, con el posible donante, si los riesgos vinculados al trasplante de órgano son proporcionales al beneficio esperado para el paciente. Habrá que tener en cuenta entonces el estado de salud tanto del donante como del beneficiario.

Dicho esto, sólo puede haber extracción de órganos vitales después de la muerte, ya que esa extracción provocaría necesariamente la muerte del donante.

Referencias:

Discurso del Papa Benedicto XVI a los participantes del congreso internacional sobre el tema de la donación de órganos organizado por la Academia pontificia para la vida, viernes 7 de noviembre de 2008
Discurso del Papa Juan Pablo II al 18º Congreso internacional sobre trasplantes, martes 29 de agosto de 2000

3. En el caso de un donante fallecido, es necesario que el consentimiento lo haya dado el difunto durante su vida, o su familia. También es necesario asegurar el verdadero fallecimiento de la persona.

El criterio generalmente utilizado para establecer el fallecimiento de una persona es el cese completo e irreversible de toda actividad cerebral. Pero hoy en día, las técnicas médicas permiten mantener artificialmente los latidos del corazón y la respiración en un sujeto cuyo cerebro ha perdido todas sus actividades (pudiendo considerarse por tanto como fallecido), y en el que los órganos, beneficiándose de una buena irrigación sanguínea tienen entonces todas las posibilidades de poder sobrevivir al deceso del paciente.

Estos progresos han aumentado considerablemente las posibilidades de trasplantes de órganos procedentes de cadáveres, pero algunos también pueden tener la tentación de instrumentalizar los cuerpos, sin respetar la voluntad del difunto y de su familia, o realizando trasplantes sin estar seguros del deceso de la persona.

“El don gratuito de órganos después de la muerte es legítimo y puede ser meritorio (Catecismo de la Iglesia Católica). Si la Iglesia sigue hablando de “don”, incluso tras el fallecimiento de la persona, es porque considera que el trasplante de órganos siempre es fruto de un don “voluntario y generoso” de una persona: que no hay “apropiación” del cuerpo; que el objetivo perseguido -curar a una persona- es un objetivo laudable.

Hablar de consentimiento es evidentemente más complejo en el caso de una persona fallecida. En ausencia de la disposición del donante antes de su muerte, la Iglesia considera que “el acuerdo de los familiares posee un valor ético”. Así, “sucede a menudo que la técnica del trasplante de órganos se realiza por un gesto de gratuidad total por parte de los familiares”. En ese caso, la decisión no recae sobre el difunto sino sobre sus familiares.

Los procedimientos dirigidos a asegurar el consentimiento de la persona fallecida varían según los países y los distintos sistemas jurídicos. Existen dos alternativas: el presunto consentimiento y el presunto rechazo. En el primer caso, la persona consiente por defecto el trasplante de órgano, salvo que avise de lo contrario antes de su muerte. Por el contrario, en el segundo caso se considera que la persona no lo consiente salvo que avise de lo contrario antes de su muerte.

También hay variantes en el interior mismo de estos sistemas. Estas se centran en el grado de consideración de la voluntad de la familia del difunto. No corresponde a la Iglesia llevar un juicio de cada uno de estos procedimientos, pero esta recuerda los principios que los deben regir: el trasplante debe ser fruto de una donación, y la voluntad de la familia debe tenerse en cuenta.

Se puede deducir de estos principios que un sistema de supuesto consentimiento que denegara a la familia el derecho a oponerse al trasplante no estaría en la línea de la postura de la Iglesia.

Los órganos vitales sólo pueden trasplantarse de un cadáver. Si no, ese trasplante se convertiría en sí mismo en la causa de la muerte de la persona. ¿Pero cómo establecer con exactitud el fallecimiento de una persona?

Según Juan Pablo II, la muerte de una persona consiste en “total desintegración de ese conjunto unitario e integrado que es la persona misma, como consecuencia de la separación del principio vital, o alma, de la realidad corporal de la persona”. Y añade que “la muerte de una persona produce inevitablemente signos biológicos ciertos, que la medicina ha aprendido a reconocer cada vez con mayor precisión”.

El primer tejido que se descompone es el sistema nervioso. Pero, como destaca el profesor Pablo Requera Meana, la función de este sistema es tal que su pérdida hace imposible el mantenimiento de la integración propia del organismo como un todo. Esta pérdida, que se manifiesta por el cese completo de toda actividad cerebral puede por tanto ser considerada como un signo cierto de la muerte de la persona.

Este punto fue confirmado por Juan Pablo II. Para él, demostrar la muerte de una persona implica “la comprobación, según parámetros claramente determinados y compartidos por la comunidad científica internacional, de la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral (en el cerebro, el cerebelo y el tronco encefálico). Esto se considera el signo de que se ha perdido la capacidad de integración del organismo individual como tal”.

Se puede entonces plantear la legitimidad de los trasplantes de donantes llamados “a corazón parado”, como los autorizados en algunos países (Estados Unidos, Francia, Holanda, etcétera). Se trata en la mayoría de los casos de víctimas de infartos cuyo corazón se ha parado pero cuyo cerebro sigue dando signos de actividad. Generalmente, éste último ha cesado toda actividad, pero el cerebelo y el tronco cerebral continúan activos. Y ha sucedido que personas que han sido consideradas “en corazón parado” han recuperado la conciencia y han vuelto a llevar después una vida “normal”.

Estos trasplantes parecen estar, por tanto, en contradicción con la enseñanza de la Iglesia. En un contexto así, Benedicto XVI aclaró: “no puede existir la mínima sospecha de arbitrio y, cuando no se haya alcanzado todavía la certeza, debe prevalecer el principio de precaución”.

Referencias:

Discurso de Juan Pablo II a un grupo de trabajo de la Academia pontificia de las ciencias sobre la determinación del momento de la muerte, 14 de diciembre de 1989
Profesor Requena Meana, El diagnóstico de muerte cerebral

4. El destino de los órganos se debe decidir según criterios “inmunológicos o clínicos”. Para que la dimensión de gratuidad permanezca presente, no deben comercializarse.

Las cuestiones éticas que generalmente plantea la donación de órganos provienen de esta tensión que existe entre el respeto al cadáver y legítimas expectativas del enfermo, una tensión que vuelve a aparecer también cuando se trata de determinan, en un contexto de penuria, a qué enfermo debe ir el órgano sano extraído.

Para Benedicto XVI, “eventuales lógicas de compraventa de órganos, así como la adopción de criterios discriminatorios o utilitaristas, desentonarían hasta tal punto con el significado mismo de la donación que por sí mismos se pondrían fuera de juego, calificándose como actos moralmente ilícitos”.

El primer principio destacado por la Iglesia es la no comercialización de órganos, que consiste en rechazar “todo procedimiento encaminado a comercializar órganos humanos o a considerarlos como artículos de intercambio o de venta”. Este tipo de práctica, considera la Iglesia, es “moralmente inaceptable”, en la medida en que “usar el cuerpo “como un objeto” es violar la dignidad de la persona humana”.

¡La lógica de gratuidad debe presidir la donación de órganos! Y ello sin contar que la comercialización podría hacer surgir la tentación de extraer órganos a personas que no lo hubieran consentido.

El segundo principio destacado por la Iglesia es que no puede haber criterios “discriminatorios o utilitaristas” en la atribución de los órganos a trasplantar. ¡Para ella, “establecer listas de espera para los trasplantes basadas en criterios claros y correctamente fundamentados” es absolutamente necesario! Esos criterios deben tener en cuenta exclusivamente “factores inmunológicos o clínicos” de las personas interesadas. Cualquier otro criterio sería “totalmente arbitrario y subjetivo”, dice la Iglesia, pues no reconocería “el valor intrínseco que tiene toda persona humana como tal, y que es independiente de cualquier circunstancia externa”. 

Hemos estudiado aquí la donación de órganos principalmente en lo que se refiere al paciente y a su familia, al médico y al donante. Pero sus implicaciones sobrepasan mucho el conjunto de personas directamente implicadas. En su encíclica Caritas in Veritate, Benedicto XVI atribuye los males que afligen a la sociedad actual a la falta sobre todo de caridad y de gratuidad en las relaciones sociales. Para él, es necesario el redescubrimiento de estas dimensiones para resolver la crisis actual; se revela incluso como “una exigencia de la razón económica misma”. En efecto, señala, “sin la gratuidad, no se alcanza ni siquiera la justicia”. Y la donación de órganos se inscribe en esta lógica: está por tanto llamada a producir efectos beneficiosos más allá de la persona enferma, aun sin ser perceptibles inmediatamente.

Referencias:
Benedicto XVI, Caritas in Veritate

 

 

 

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