El periodo que va, más o menos, entre los siete y los doce años –cuando ya empiezan a asomarse algunos rasgos de la adolescencia– corresponde a la época más dulce del crecimiento para padres e hijos, sobre todo si previamente la educación ha sido bien llevada. El hijo o la hija ya es capaz de atender por sí solo sus asuntos, pero cuenta mucho con sus padres y les suele confiar todas sus cosas. Hay un verdadero afán de saber, de despejar cualquier incógnita. Y, cuando se utilizan las palabras adecuadas, comprenden muy bien lo que se les transmite.
Esa relativa tranquilidad no debe ser una excusa para descuidar la tarea educativa, pensando quizás que las cosas van bien por sí mismas. Debe ser, en cambio, la época en la que se asientan en la cabeza las ideas y los criterios que configurarán en el futuro su vida. Podría decirse que es el momento de explicarlo todo, incluso adelantándose a lo que se encontrarán más adelante.
Los años dulces
Han llegado los años para explicar a los hijos no ya solamente las manifestaciones del pudor, sino su mismo sentido. Entenderán, por ejemplo, que el vestido no sólo tapa el cuerpo, sino que viste a la persona; que muestra cómo queremos darnos a conocer, que representa el respeto que pedimos y que damos.
A la vez, los hijos deben aprender a administrar su intimidad, de forma que sólo la descubran en la medida adecuada y frente a las personas adecuadas. La prudencia –es la virtud en juego aquí– se adquiere con la rectitud, la experiencia y el buen consejo, y en este aprendizaje los padres tienen mucho que decir. Los pequeños esperan de ellos una relación de confianza, un interés y una guía que les haga sentirse más seguros en este incipiente desarrollo de la personalidad. Ratificando o corrigiendo, según los casos, aprenden qué es lo que se debe confiar, a quién y por qué.
El riesgo que existe a estas edades es que el afán de aprender derive en una curiosidad indiscriminada, a veces indiscreta; y en un deseo de experimentar novedades, también con el propio cuerpo. De ahí la importancia de que los padres atiendan todas las preguntas que se les puedan formular, sin escabullirse ni dejarlas para un futuro incierto, y las contesten de modo adecuado a la sensibilidad de los hijos. Por ejemplo, estas edades son el auténtico momento de la educación afectiva bien entendida. No les mintáis: yo he matado todas las cigüeñas. Decidles que Dios se ha servido de vosotros para que ellos vinieran a la tierra, que son el fruto de vuestro amor, de vuestra entrega, de vuestros sacrificios... Para eso habéis de haceros amigos de los hijos, darles pie para que hablen de sus cosas confiadamente (1). En este contexto se transmite el valor del cuerpo humano, y la necesidad de tratarlo con respeto, evitando todo lo que lleve a considerarlo como un objeto, sea de placer, de curiosidad o de juego.
Conviene asimismo adelantarse a los acontecimientos, explicando los cambios corporales y psicológicos que les sobrevendrán con la adolescencia, que así sabrán aceptar con naturalidad cuando llegue el momento. Hay que evitar que rodeen de malicia esta materia, que aprendan algo –que es en sí mismo noble y santo– de una mala confidencia de un amigo o de una amiga (2). También aquí debe imperar el sentido positivo. Sin omitir la referencia a los peligros de un ambiente permisivo, que por lo demás los niños suelen percibir ya en edades tempranas, se trata de enfocar la cuestión como una oportunidad de crecimiento para sus almas y sus cuerpos, si saben esforzarse reaccionar positivamente ante los estímulos negativos. El pudor constituirá –ya lo constituye– una efectiva defensa y ayuda para guardar la pureza del corazón.
Los años difíciles
Los años correspondientes al inicio de la adolescencia, y a la adolescencia misma, son, en el tema que nos ocupa, más difíciles para los padres. En primer lugar, porque los hijos se hacen más celosos de su intimidad. A veces adoptan también actitudes contestatarias, que pueden parecer no tener otro motivo que llevar la contraria. Esto puede causar un cierto desconcierto en los padres, que intuyen –con razón– que parte de su intimidad ya no la comparten con ellos, sino con los amigos o amigas. También resultan desconcertantes los cambios de humor: los hijos pasan de momentos en los que exigen que nadie entre en su mundo, a otros en los que reclaman una atención tal vez desproporcionada. Es importante saber detectar estos últimos, y hacer lo posible por escucharles, pues no se puede saber cuándo se presentará la siguiente oportunidad.
Estos deseos de independencia e intimidad no son solo necesarios; son también una nueva oportunidad para fomentar el crecimiento de su personalidad. Los adolescentes tienen especialmente la necesidad de cultivar espacios de intimidad, y deben aprender a mostrarla o reservarla según las circunstancias. La ayuda que los padres les pueden ofrecer en este campo consiste, en gran parte, en saber ganarse su confianza, y saber esperar. Estar disponibles e interesarse por sus cosas, y saber aprovechar esos momentos –siempre los hay– en que los hijos les buscan o en el que las circunstancias exigen una conversación.
La confianza se gana, no se impone. Menos aún se sustituye espiando a los hijos, leyendo sus agendas o diarios, o escuchando de qué hablan con los amigos, o entrando en relación con ellos –usando una identidad falsa– a través de las redes sociales. Aunque algunos padres crean que lo hacen por su bien, entrometerse de ese modo en la intimidad de los hijos es el mejor modo de arruinar la confianza mutua, y en condiciones normales es objetivamente injusto.
Los rasgos enumerados anteriormente tienen como efecto el que los adolescentes se miren mucho a sí mismos, desde todos los puntos de vista, entre los que ocupa un lugar relevante el físico. De ahí hay que deducir que el primer pudor que conviene ayudarles a cuidar se refiere a ellos mismos. Esto sucede tanto con las chicas como con los chicos, aunque en cada caso con matices diferentes. En ellas, la tendencia es de compararse con unos modelos estéticos que aprecian, y sentirse atractivas para el otro sexo. En ellos, domina más el afán de ser vistos como desarrollados y bien constituidos ante sus compañeros, sin que tampoco falte el deseo de ser admirados por las chicas. Gran parte de este narcisismo juvenil se practica sin testigos, pero si se les observa con atención será fácil ver algún síntoma de esta actitud, como por ejemplo cuando ellos no son capaces de resistirse a contemplarse ante algo que refleje su imagen, aunque sea yendo por la calle; o, en las chicas, la obsesiva pregunta acerca de cómo le sienta lo que se ponen.
Pensar que «son cosas de la edad» y que ya se les pasará, para inhibirse, supondría un desenfoque. Son evidentemente cosas de la edad, pero por eso mismo deben ser educadas. La adolescencia es la edad en la que se despiertan los grandes ideales, y estos deben ser fomentados. Los hijos comprenden con relativa facilidad que esos ensimismamientos acaban impidiéndoles ver las necesidades de los demás. Y a partir de ahí, pueden apreciar que el pudor con uno mismo –cuidar el propio cuerpo, pero sin excesos; evitar curiosidades malsanas, etc.– es un requisito para alcanzar el corazón generoso que desean tener.
Modestia y moda
La adolescencia presenta también nuevas oportunidades educativas en todo lo que se refiere al modo de vivir el pudor frente a los demás, sobre todo en lo referente a modos de tratarse, conversar o vestir. Por diversos factores y de un modo más o menos agresivo según los lugares, el ambiente suele favorecer una excesiva relajación de las costumbres. Sin embargo, conviene tener en cuenta que, en la mayoría de los casos, ciertos modos de comportarse no responden a una decisión clara del hijo, o de la hija. Los adolescentes, por mucho que reivindiquen una independencia personal, son en realidad muy gregarios. Ser diferentes a sus amigos o amigas les hace sentirse extraños. No sería raro encontrarse con que ni el chico tiene una predilección por el aspecto de «cuidadoso descuido» de moda, ni la chica se siente cómoda con formas de vestir poco pudorosas… pero el miedo a sufrir un rechazo entre sus iguales les hace querer ir como los demás.
El remedio no está en aislar a los hijos del grupo: necesitan a sus amigos o amigas, también para madurar. Lo que hace falta es enseñar a ir contracorriente. Y hay que saber hacerlo. Si el hijo o la hija se escudan en que todas sus amistades «van así», los padres, en primer lugar, deben explicarles la importancia de valorar su propia personalidad, y ayudarles a que tengan buenas amistades; y, en segundo lugar, deben procurar entablar ellos mismos amistad con los padres de los amigos, para así ponerse de acuerdo en este y en otros asuntos.
En todo caso, no se debe ceder. Cualquier forma de vestir que resulta contraria al pudor o a un elemental buen gusto no debe entrar en el hogar. Los padres deben advertirlo y, cuando llegue el momento, hablar con los hijos, con serenidad, pero con firmeza, y dándoles las razones de su comportamiento. Si durante la infancia convenía que quien explicase estos temas fuera el padre al hijo y la madre a la hija, ahora –en muchas ocasiones– suele ser oportuno que también intervenga el otro. Así, por ejemplo, ante una hija adolescente que no entiende por qué no debe utilizar una ropa que la exhibe demasiado, su padre puede aportar lo que quizás no acaba de comprender: que de esa manera atrae las miradas de los chicos, pero en modo alguno su aprecio.
Como en otros asuntos, padre y madre pueden contar a sus hijos, de una forma prudente, las lecciones que ellos mismos aprendieron cuando ellos eran adolescentes, así como lo que verdaderamente buscaban en la persona con la que pensaban que podrían compartir su vida. Son conversaciones que quizás, en un primer momento, no parezcan tener mucho efecto, pero a la larga lo tienen, y los hijos acaban agradeciéndolas.
Cuando hablamos de la formación en el pudor, la tarea de los padres debe también extenderse, en la medida de sus posibilidades, al entorno en el que se mueven los hijos. Una primera manifestación es la elección de los lugares de vacaciones. En muchos países, las playas en verano son poco aconsejables; incluso cuando se ponen medios para evitar un panorama poco edificante, el clima general es tan descuidado que dificulta el decoro. Análogamente, si se inscribe al hijo a alguna actividad recreativa o en un campamento, sería absurdo no informarse bien de qué medios ponen los organizadores para velar porque el tono humano sea alto.
Otro campo que hay que tener en cuenta es el de los lugares de diversión de los hijos, sobre todo porque la presión del grupo es más fuerte en la adolescencia. Es importante que los padres conozcan los sitios por donde se mueven los jóvenes, y que intenten dar alternativas poniéndose de acuerdo con otros padres. Un tercer lugar lo tienen más a mano: la habitación de los hijos. Es normal que quieran poner elementos decorativos a su gusto, pero esa independencia debe tener un límite, marcado sobre todo por la dignidad de lo que se quiere colocar.
Por lo demás, es lógico que alguna vez los padres encuentren resistencias en los hijos, por la natural tendencia de los adolescentes a querer afirmar su independencia de los padres y los adultos en general, y por su falta de experiencia. Muchas veces una desobediencia –no es posible, ni deseable, controlarlo todo–, lleva consigo una lección, y con ella un escarmiento que hay que saber aprovechar. Cuando sucede una dificultad, no hay que perder la serenidad. Quizás también los padres aprendieron así más de una vez cuando tenían la edad de sus hijos. La acción educativa requiere siempre una gran dosis de paciencia, especialmente en ámbitos como este, en el que los criterios que se les quiere transmitir pueden parecer a los jóvenes exagerados en un primer momento. Ya llegará el tiempo en que los entiendan mejor y los asuman como propios, siempre y cuando no falte la insistencia –con cariño, buen humor y confianza– por parte de unos padres convencidos de que vale la pena educar así.
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San Josemaría, Predicación oral, recogida por Carlos Soria en “Maestro de buen humor”, ed. Rialp, Madrid, p. 99.
(1) Conversaciones , n. 100.
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