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¿Cómo irradiar fe a los demás cuando necesitas que la tuya crezca?

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"Se queda siempre en el andén, viendo partir los trenes donde los demás se van felices, mientras él solo saborea el sudor de haberles ayudado en esa felicidad" (Martín…

Estoy leyendo el libro «Ven sé mi luz» sobre las cartas de la Madre Teresa de Calcuta, una gran santa que todos ya conocemos. En este libro se revela su vida interior y la forma en la que Dios la invitó a participar muy de cerca en sus misterios, haciéndola pasar por una gran oscuridad espiritual; no durante un año, durante cinco o diez… sino ¡durante cincuenta años! A pesar de esto, ella se mantuvo alegre, llena de fe y de amor, pero en su interior sufría mucho: «Hay tanta contradicción en mi alma: un profundo anhelo de Dios, tan profundo que hace daño; un sufrimiento continuo, y con ello el sentimiento de no ser querida por Dios, rechazada, vacía, sin fe, sin amor, sin celo… El cielo no significa nada para mí: ¡me parece un lugar vacío!». Estas palabras no tienen nada de sentido figurado, realmente la fe de la Madre Teresa estaba siendo probada. Durante esos años de oscuridad experimenta el vértigo que supone la posibilidad de negar a Dios: «He estado a punto de decir no… Me siento como si algo se fuera a partir en mí en cualquier momento”. Siente una soledad impresionante que parece hace tambalear incluso su fe:

«Señor, mi Dios, ¿quién soy yo para que me abandones? […] Llamo, me aferro, quiero, pero nadie responde, nadie a quien agarrarme, no, nadie. Sola, ¿dónde está mi fe? Incluso en lo más profundo no hay nada, excepto vacío y oscuridad, mi Dios».

De lo que voy leyendo hasta ahora, quisiera compartirles 3 reflexiones muy sencillas que a mi me han ayudado mucho:

1. La oscuridad nos lleva a buscar con más fuerza la luz

Sabemos que la oscuridad nos lleva a buscar con más fuerza la luz. Esta fue la historia de la Madre Teresa. Su prueba de fe la hacia tener un deseo inmenso (hasta doloroso) de Dios. Ella no sabía cuando iba a encontrar esa luz, pero era tan profundo su amor a Él, que con gran valentía y humildad, confía, le dice que sí en todo momento, se abandona y espera. Muchas veces la espera nos desanima, nos frustra y nos hace dudar. Para la Madre Teresa, esperar significa tener la certeza de que Dios actúa siempre y para el bien de sus hijos. Me quedo entonces con que la confianza es una opción y la pueden vivir aquellos que tienen fe y amor (aunque éstos sean pequeños, más pequeños que un grano de mostaza).

 

2. No es lo mismo una prueba de fe que una crisis de fe

La Madre Teresa fue una mujer apasionadamente enamorada de Jesús. En los primeros años de su consagración había experimentado esa intimidad con Él. Luego todo desapareció, no porque ella quisiera, sino porque Jesús lo quiso así. Lo que vivió no fue una crisis de su propia fe, fue una prueba. ¿En qué radica la diferencia? En que su deseo de estar con Jesús siempre fue el mismo. Lo que ella más quería era amar a Jesús y Él quiso mostrarle que la mejor forma de hacerlo era seguir siendo su esposa, pero esposa de un Jesús crucificado. Un Jesús que está sediento y quiere que nosotros lo ayudemos a saciar su sed. Esta imagen expresa la intensidad del deseo y del anhelo que Jesús siente por nosotros. Como respuesta a este intenso amor, la Madre Teresa, quiso responder con todo su ser y se dedicó a «saciar la sed de Jesús en la Cruz por amor y por las almas».

Algunos santos también experimentaron una noche oscura como parte de su unión mística (Santa Teresita de Jesús, San Juan de la Cruz). Este momento se les reveló como la forma de vivir la unión con Jesús; una unión contemplativa por medio de la consolación, el deseo de hacer su voluntad, la sequedad y un anhelo intenso y hondo de Dios. Todas estas experiencias no significaron que la Madre Teresa perdiera su fe, sino que permitieron que aumentara por medio de la búsqueda y el deseo. Como decía ella, la hicieron tener “una fe ciega, una fe pura”: «No puedo decir que estoy distraída, porque mi mente y mi corazón, están continuamente con Dios».  

 

3. No hay nada más cierto que la fe se fortalece dándola (aunque tú no tengas mucha)

Me gustó mucho algo que la Madre Teresa le dijo a sus hermanas: «Mis queridas hijas, sin sufrimiento, nuestro trabajo sería solo trabajo social, muy bueno y útil, pero no sería la obra de Jesucristo, no participaría de la redención. Jesús deseaba ayudarnos compartiendo nuestra vida, nuestra soledad, nuestra agonía y muerte. Todo esto Él lo asumió en sí mismo, y le llevó a la noche más oscura. Solo siendo uno de nosotros nos podía redimir. A nosotros se nos permite hacer lo mismo: toda la desolación de los pobres, no solo su pobreza material, sino también su profunda miseria espiritual deben ser redimidas y debemos compartirlas».

Estas palabras me dieron mucha luz. Se trata no solo de conmovernos por lo que Dios hace por nosotros o por el sufrimiento del mundo. Se trata de compartirlo. No siempre tendremos la mejor voluntad de ánimo para hacerlo, pero para Dios cuenta el que ofrezcamos vivirlo por amor a Él, para saciar su sed.

Pensando en esto, me acordé de una historia muy bonita del Padre José Luis Martín Descalzo:

«El otro día vinieron a entrevistarme unos estudiantes de periodismo para no sé qué revista juvenil, y me preguntaron: “Y tú, ¿no te cansas nunca de dar aliento a los demás?” Les dije que sí, que me cansaba por lo menos tres veces al día. Lo que ocurría es que también por lo menos cinco veces al día sentía la necesidad de no convertir en estéril mi vida y aún no había encontrado otra tarea mejor que esa.

Y cuando los muchachos se fueron, me puse a pensar en un viejo amigo mío que era mozo de equipajes de Valladolid. Debía de tener más o menos la edad que yo tengo ahora, pero entonces a mí me parecía muy viejo. Pero lo asombroso era su permanente alegría. No sabía hacer su trabajo sin gastarte una broma, y cuando te hacía un favor, parecía que se lo hubieses hecho tú a él. Un día le pregunté: “Y tú, ¿cuándo te vas de vacaciones?” Se rió y me dijo: “Me voy un poco en cada maleta que subo para los que se van hacia la playa”.

Él sonreía, pero fui yo quien se marchó desconcertado. Nunca había pensado en lo dramático de esa vocación de alguien que se pasa la vida ayudando a viajar a los demás, pero él se queda siempre en el andén, viendo partir los trenes donde los demás se van felices, mientras él solo saborea el sudor de haberles ayudado en esa felicidad. ¿Solo el sudor? No se lo dije a mi amigo, el mozo de equipajes, porque se hubiera reído de mí y me hubiera explicado que el sudor le quedaba por fuera, mientras por dentro le brotaba una quizá absurda, pero también maravillosa satisfacción».

 

 

 

 

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