Todo el amor, el cariño, la alegría y la felicidad experimentada en este nuevo amanecer del último día de la semana laboral, prácticamente terminando nuestro año; un año que ha sido de verdaderos momentos de alegría, también de verdaderos momentos de agobio y de pronto incertidumbre, pero hemos llegado hasta esa hora, hasta este momento que el Señor nos ha regalado.
Gracias, Señor, por habernos regalado este tiempo de Navidad, porque es un misterio de amor, misterio grande que vamos llevando a través de nuestra vida. Tú has nacido en nuestros corazones y te has involucrado con cada uno de nosotros, has querido ser Dios-con-nosotros. Gracias, Señor, por darnos la fortaleza necesaria para que —como los pastores de Belén— vayamos y anunciamos que tú has nacido y que tú has llenado nuestros corazones de esa felicidad que no pasa nunca.
Padre santo, tú nos has amado tanto y nos has dado a tu a tu Único Hijo para que nosotros experimentemos ese amor como lo experimentó el apóstol san Juan, a quien llevamos hoy en el corazón. Él es el discípulo amado. Ojalá nosotros pudiéramos ser también como él nos dice. Él es el águila que vuela alto, que tiene un vuelo espiritual, un discipulado predilecto y una forma de hablar del amor como verdadero maestro. Permítenos, Señor, recostarnos en tu pecho. Permite, Señor, que la gracia de tu amor caliente nuestros corazones muchas veces fríos por la indiferencia; que también como Juan, quien experimentó el sepulcro vacío, creamos y veamos tu verdadero amor, vayamos también al encuentro de nuestros hermanos y llevando esta buena noticia: que Jesús está en medio de nosotros y con nosotros.
Vamos terminando nuestro año y es momento de comenzar a hacer balances que sean espirituales; allí encontraremos la ganancia perfecta que fue la de amar, de servir y comprender a nuestros hermanos como tú nos has amado, nos has servido y nos has hecho comprender que el verdadero amor está en el corazón y en los sentimientos que llevamos. Bendícenos guárdanos y protégenos. Amén.
PALABRAS DEL SANTO PADRE
La mañana de Pascua, Pedro y Juan, advertidos por las mujeres, corrieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se «inclinaron» para entrar en la tumba. Para entrar en el misterio hay que «inclinarse», abajarse. Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede seguirlo en su camino. El mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos. Esto no es debilidad, sino auténtica fuerza. Quien lleva en sí el poder de Dios, de su amor y su justicia, no necesita usar violencia, sino que habla y actúa con la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor. Imploremos hoy al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la violencia y las guerras, sino de tener el valor humilde del perdón y de la paz. (Urbi et Orbi, 5 de abril de 2015)