Natividad de la Santísima Virgen María
Cada 8 de septiembre, la Iglesia celebra una festividad sumamente especial: la Natividad de la Santísima Virgen María, Madre nuestra.
¡Demos gracias a Dios por habernos regalado a tan excelsa Madre!
En una hermosa homilía pronunciada hace siglos en la Basílica de Santa Ana en Jerusalén, San Juan Damasceno (675-749) señalaba lo siguiente: “Tenemos razones muy válidas para honrar el nacimiento de la Madre de Dios, por medio de la cual todo el género humano ha sido restaurado y la tristeza de la primera madre, Eva, se ha transformado en gozo”. Luego, el santo y doctor de la Iglesia añadía: “¡Oh feliz pareja, Joaquín y Ana, a ustedes está obligada toda la creación! Por medio de ustedes, en efecto, la creación ofreció al Creador el mejor de todos los dones, o sea, aquella augusta Madre, la única que fue digna del Creador”.
Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos (Gal 4, 4-5). Dios se esmera en elegir a su Hija, Esposa y Madre. Y la Virgen santa, la muy alta Señora, la criatura más amada por Dios, concebida sin pecado original, vino a nuestra tierra. Nació en medio de un profundo silencio. Dicen que en otoño, cuando los campos duermen. Ninguno de sus contemporáneos cayó en la cuenta de lo que estaba sucediendo. Sólo los ángeles del cielo hicieron fiesta.
De las dos genealogías de Cristo que aparecen en los evangelios, la que recoge San Lucas es muy probablemente la de María. Sabemos que era de esclarecida estirpe, descendiente de David, como había señalado el profeta hablando del Mesías —saldrá un vástago de la cepa de Jesé y de sus raíces florecerá un retoño (Is 11, 1)— y como confirma San Pablo cuando escribe a los Romanos acerca de Jesucristo, nacido del linaje de David según la carne (Rm 1, 3).
Un escrito apócrifo del siglo II, conocido con el nombre de Protoevangelio de Santiago, nos ha transmitido los nombres de sus padres —Joaquín y Ana—, que la Iglesia inscribió en el calendario litúrgico. Diversas tradiciones sitúan el lugar del nacimiento de María en Galilea o, con mayor probabilidad, en la ciudad santa de Jerusalén, donde se han encontrado las ruinas de una basílica bizantina del siglo V, edificada sobre la llamada casa de Santa Ana, muy cerca de la piscina Probática. Con razón la liturgia pone en labios de María unas frases del Antiguo Testamento: me establecí en Sión. En la ciudad amada me dio descanso, y en Jerusalén está mi potestad (Sir 24, 15).
Hasta que nació María, la tierra estuvo a oscuras, envuelta en las tinieblas del pecado. Con su nacimiento surgió en el mundo la aurora de la salvación, como un presagio de la proximidad del día. Así lo reconoce la Iglesia en la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora: por tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, anunciaste la alegría a todo el mundo: de ti nació el Sol de justicia, Cristo, Dios nuestro (Oficio de Laudes).
La voz del Magisterio
«La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo».
«Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; bajo esta luz, es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cfr. Gn 3, 15)».
«También Ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (cfr. Is 7, 14; Mi 5, 2-3; Mt 1, 22-23). Sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con Ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne».
«Mirad a María, hermosa como la luna, pulchra ut luna. Es una manera de expresar su excelsa belleza. ¡Qué hermosa debe de ser la Virgen! ¡Cuántas veces nos ha impresionado la belleza de una cara angelical, el encanto de la sonrisa de un niño, la fascinación de una mirada pura! Ciertamente, en el rostro de su propia Madre, Dios ha recogido todos los resplandores de su arte divino. ¡La mirada de María! ¡La sonrisa de María! ¡La dulzura de María! ¡La majestad de María, Reina del cielo y de la tierra! Como brilla la luna en el cielo oscuro, así la hermosura de María se distingue sobre todas las hermosuras, que parecen sombras junto a Ella. María es la más hermosa de todas las criaturas. No es sólo la belleza natural la que se refleja en aquel rostro. Dios ha revestido su alma con la plenitud de sus riquezas por un milagro de su omnipotencia y ha hecho pasar a la mirada de María algo de su dignidad sobrehumana y divina. Un rayo de la belleza de Dios brilla en los ojos de su Madre».