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Pentecostés la fuerza de esperanza

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Pentecostés ha de ser la fuerza permanente de esperanza, ardor e ímpetu, de mayor compromiso y valentía, que recibimos del Espíritu Divino

Leemos en los Hechos de los Apóstoles que “al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,1-4).

Este relato de la Palabra de Dios nos recuerda aquel momento donde los Apóstoles reunidos en oración reciben la promesa hecha por Jesús de enviarles el Paráclito (Defensor), el Espíritu Santo. El mismo Espíritu que ya había actuado en unidad con el Padre y el Hijo en la Creación, en la consagración y fuerza concedida a los Patriarcas y a los Profetas, y en los distintos momentos que iluminaba al Pueblo de Israel hacia la voluntad de Dios. Este mismo Espíritu llega a los Apóstoles para animarlos en medio de sus temores y desesperanzas, para enseñarles y conducirlos hasta la Verdad completa (Jn 16,13). Desde que reciben esta fuerza transformadora se encienden sus corazones de un ardor incontrolable y plenificante, el cual los lanzó a las calles, a la multitud, para ser testigos de su experincia con el Mesías. Sintieron que Cristo era en ellos y en su nombre salían a dar testimonio, a predicar la Buena Nueva, a curar a los enfermos, a buscar la liberación de los oprimidos y la libertad de los que estaban esclavizados. Comprendieron que ahora participaban de la Unción divina y los constituía en profetas autorizados, en misioneros del Reino, en hombres de esperanza y de fe.

De la misma forma, como en aquella ocasión, esta promesa hecha por Jesús antes de la Pascua a sus discípulos, se actualiza en este Pentecostés, en cada creyente, en cada bautizado que con anhelante espera ora la llegada del Paráclito. El Espíritu Santo es enviado una vez más a su Iglesia para renovarla, para avivar el amor de Dios en su corazón, para dar vitalidad a su misión, para enviarla de nuevo al mundo que necesita conocer la Verdad que es Cristo, para romper las tinieblas de la mentira, de la injusticia, de la violencia y de la corrupción que tanto mal han causado a la humanidad.

Requerimos reunirnos en vigilante espera todos los bautizados en este Pentecostés, para que como María y los Apóstoles le pidamos al Maestro nos envíe su Espíritu, para que alcanzemos no solamente la inteligencia y la fuerza para nuestra misión, sino que ahondemos en el conocimiento de Dios y de sus caminos (Is 11,3), porque toda la acción del Espíritu nos da acceso a Dios, nos pone en comunicación viva con Él y nos introduce en las profundidades sagradas. Así  mismo, este Espíritu, nos ayuda para que sigamos descubriendo el sentido de la muerte y resurrección de Jesucristo, y así demos testimonio de este gran misterio de amor. De igual forma, nos da la capacidad para que cumplamos con eficacia la misión encomendada de ser alter Christus en el mundo, “de ser sal y luz de la tierra” (Mt 5,13). De esta manera, hacemos actual el hecho que la Iglesia, como nueva creación, no puede nacer sino del Espíritu (cfr. Jn 3,5).

Por lo tanto, Pentecostés no puede ser solamente la solemnidad que celebramos un día del año en el templo o en el salón parroquial, con cánticos y alabanzas, sino que ha de ser la fuerza permanente de esperanza, ardor e ímpetu, de mayor compromiso y valentía, que recibimos del Espíritu Divino para salir a las calles, a la multitud, a la familia, a los amigos, a los vecinos y a los desconocidos, para hablar de nuestra fe, de los valores del Reino, así como sucedió con los primeros Apóstoles. Colombia requiere que ese ardor se vislumbre en unos católicos más insertos en la sociedad, más adheridos a la Persona de Cristo, más audaces para predicar la Palabra de Dios, más creativos para sembrar los valores cristianos, consolidados en los vínculos de la unidad y la comunión, y más sólidos para resistir al relativismo y la secularización galopantes: el todo vale y el todo se puede no puede convertirse en posibilidad para el cristiano católico. Pentecostés es arraigo en los dones y enseñanzas de nuestro Dios, es abandono en el poder Divino, es fidelidad a su amor, es testimonio de la propia experiencia, es signo de fe y de esperanza en medio de la sociedad.

Entender, celebrar y actualizar de esta manera Pentencostés nos permite evidenciar que la Iglesia y el Espíritu son una unidad, la experiencia del Espíritu se hace en la Iglesia y da acceso al misterio de la Iglesia. Por ello, los diversos dones, carismas y ministerios que nos dona el Paráclito en esta solemnidad solo pueden ser entendidos y vividos en y desde la comunión con la Iglesia, lugar del Espíritu. Así se enriquece el Pueblo de Dios y se hace visible la presencia de Cristo, se anuncia su Reino y se sigue construyendo la civilización del amor. Por eso, salgamos con el Espíritu donado en este Pentecostés a proclamar que Cristo es nuestro Señor y que el Reino celestial es nuestra meta.