MONICIÓN DE ENTRADA
Queridos hermanos, nos encontramos ahora celebrando la solemnidad del Corpus -que ahora se llama mejor "del Cuerpo y Sangre de Cristo"- nació en e l siglo XIII y es una celebración que nos hace centrar nuestra atención agradecida en la Eucaristía como sacramento en el que Cristo Jesús ha pensado dársenos como alimento para el camino, haciéndonos comulgar con su propia Persona, con su Cuerpo y Sangre, bajo la forma del pan y del vino.
En la fiesta de hoy no nos fijamos tanto en la celebración de la Eucaristía, aunque la organicemos y celebremos con particular festividad, sino en su prolongación, la presencia permanente en medio de nosotros del Señor Eucarístico, como alimento disponible para los enfermos y como signo sacramental continuado de su presencia en nuestras vidas, que nos mueve a rendirle nuestro culto de veneración y adoración.
Dispongámonos ahora más que nunca, a celebrar dignamente esta Eucaristía.
En pie, cantemos...
MONICIÓN PRIMERA LECTURA (Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16a)
En el Libro del Deuteronomio, hoy Moisés recuerda a su pueblo, cuando va a entrar en la Tierra Prometida, los muchos dones que Dios les ha hecho, no sólo liberándolos de Egipto, sino ayudándoles en su largo peregrinaje por el desierto, sobre todo en cuanto a la bebida y la comida, sacando agua de la roca y alimentándoles con el maná en el desierto.
Lectura del libro del Deuteronomio
Moisés habló al pueblo, diciendo:
«Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto; para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no.
Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para enseñarte que no sólo vive el hombre de pan sino de todo cuanto sale de la boca de Dios.
No te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres.»
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Glorifica al Señor, Jerusalén.
Glorifica al Señor, Jerusalén;
alaba a tu Dios, Sión:
que ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.
Glorifica al Señor, Jerusalén.
Ha puesto paz en tus fronteras,
te sacia con flor de harina.
Él envía su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz.
Glorifica al Señor, Jerusalén.
Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel;
con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos.
Glorifica al Señor, Jerusalén.
MONICIÓN SEGUNDA LECTURA (1 Corintios 10, 16-17)
San Pablo, en su carta a los corintios, les recuerda las consecuencias comunitarias que se derivan de la participación en la mesa del Señor: los que comen juntos de ese pan único, que es Jesús, no pueden vivir desunidos.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios
El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.
Palabra de Dios.
MONICIÓN AL EVANGELIO (Juan 6, 51-58)
Si en San Pablo encontrábamos ya algunos efectos de nuestra participación en el Banquete del Señor, Jesús mismo en el Evangelio de San Juan nos confirma lo que sucede cuando nosotros participamos de ese sacramento tan especial, en el que comemos su cuerpo y bebemos su sangre.
Preparémonos para la escucha de esta palabra, cantando el aleluya.
EVANGELIO
Lectura del santo evangelio según san Juan
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí:
«¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo:
«Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
Palabra del Señor.
HOMILÍA
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida (J. I5,66).
Hoy celebramos la fiesta Corpus («cuerpo), palabra con la que designamos al Cristo en quien creemos, como verdadero hombre y, a la vez, Hijo de Dios; y, por ser Dios y hombre, es nuestro salvador. En esta fiesta, queremos realzar la acción admirable del Señor de haberse quedado a nuestro lado cuando volvió al Padre tras su paso por la tierra. Se quedó de una forma tan sencilla y familiar como el pan que nos sirve de alimento. Si grandiosa es la obra de la creación, y admirable la encarnación del Verbo de Dios, su presencia en la Eucaristía es sencillamente misteriosa.
Fijemos nuestra mirada en la forma consagrada que el sacerdote muestra para la adoración de los fieles tras la consagración. Vemos una tortita de pan ácimo (sin levadura); eso es lo que perciben nuestros sentidos: la vista, el tacto, el olfato. Pero nuestra fe nos dice que lo que el sacerdote sostiene y nos muestra es a nuestro Señor Jesucristo. El mismo que, hace unos dos mil años vivió en Israel (pues era judío); trabajó, bendijo y acarició con sus manos; nos habló palabras de vida eterna, y recorrió los caminos polvorientos de Galilea, de Samaria y de Judea. El mismo que murió en la cruz, condenado por Poncio Pilato, bajo presión del pueblo de Jerusalén; fue sepultado en un sepulcro nuevo excavado en la roca; resucitó y se apareció a sus discípulos, y subió al cielo en su presencia, para tomar asiento a la derecha del Padre. Junto con el Padre, nos envió al Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, que ilumina, auxilia y santifica a la Iglesia. Precisamente por el poder del Espíritu (que formó el cuerpo de Jesús en el seno de María Virgen) es como esa tortita de pan se ha convertido en Jesucristo.
¿Cómo es posible?, nos decimos. ¿Y cómo no? ¿Acaso el que creó el mundo de la nada, y engendró a Jesús virginalmente en el seno de María, no iba a poder hacerse presente en el pan eucarístico? Nada es imposible a la sabiduría y omnipotencia de un Dios que es amor. Sólo el absurdo y el desamor quedan fuera de su omnipotencia, que es tanto como decir fuera del mismo Dios.
Así pues, hermanos, esa forma consagrada es Jesús, el Hijo de María, que es, a la vez, el Hijo del Eterno, y es el creador y salvador del mundo. Es la misma forma consagrada que colocamos en la custodia y paseamos por las calles y plazas de los pueblos y ciudades que habitamos los hombres para rendirle el homenaje de nuestra adoración, alabanza, acción de gracias y de nuestro cariño. La misma forma que, en un tamaño menor, multiplicada hasta el infinito, se reparte en la comunión, entra en nuestro cuerpo y hacemos nuestra para dejarnos asimilar por ella, es decir, por Él.
La forma está hecha de harina de trigo amasada con agua y cocida al fuego. Junto con el vino, representa los dones que Dios nos dispensa en la creación para hacer posible nuestra vida. En el ofertorio de la Misa, se los presentamos al Creador, reconociendo su bondad y pidiéndole que los convierta en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús. Es un pan ácimo, sin levadura, en recuerdo de la primera pascua que fie la salida del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto. Tuvieron que salir de Egipto tan apresuradamente que no le dio tiempo a la masa a fermentar para convertirse en el pan ordinario que comemos. Cada año, el pueblo judío tenía que celebrar la pascua para recordar y agradecer la elección divina y la intervención prodigiosa de Dios en su favor.
Jesús celebró la pascua todos los años de su vida en la tierra; pero la celebró de modo especial con sus discípulos, en Jerusalén, la víspera de su pasión: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios (Lc 22,15-16). La última pascua que celebró Jesús ya no era sólo conmemoración de la salida de Egipto, sino anticipo de su propia Pascua, es decir, de su paso de este mundo al Padre por su muerte. Aquí es donde la pascua adquirió su sentido pleno. En la cena de pascua, los judíos comían el cordero pascual con cuya sangre habían rociado en Egipto las jambas y el dintel de las puertas de las casas, que fue la señal convenida para que el ángel exterminador que dio muerte a los primogénitos de Egipto pasara de largo. Fue el paso del Señor. También Jesús comió con sus discípulos el cordero pascual. Pero el verdadero cordero pascual era el mismo Cristo, que el día de Viernes Santo (al día siguiente), iba a ser sacrificado en la cruz. Con su sangre (=vida) fuimos purificados de los pecados y librados de la muerte eterna. La vida corporal que preservó la sangre del cordero pascual y la libertad que adquirieron los hebreos a su salida de Egipto no dejan de ser sino imágenes de la auténtica realidad, la de la salvación eterna de todos los hombres, a precio de la sangre del Cordero.
Por las palabras del sacerdote (que repite las palabras de Jesús en la Última Cena) y por el poder del Espíritu Santo, invocado poco antes sobre las ofrendas, el pan se transforma en la carne de Jesús. Lo recalca el Maestro en el discurso del pan de vida: Mi carne es verdadera comida (como empalmando con lo que Juan escribió en el prólogo del evangelio: Y el Verbo se hizo carne). Y mi sangre es verdadera bebida -continúa-, que es como decir: «Os doy a beber mi misma vida». ¿Para qué? «Para que viváis para siempre, pues mi carne es la vida del mundo. Del mismo modo que Yo vivo por el Padre, el que me come vivirá por mí, y Yo lo resucitaré en el último día».
Naturalmente se trata de una comida y una bebida espiritual, pero no por ello menos real. Es el cuerpo del Señor glorificado el que recibimos es la sagrada comunión. La consagración separada del cuerpo y la sangre de Señor subraya el carácter sacrificial de la Misa, que es memorial del sacrificio redentor de Cristo, que conserva un valor permanente, que perdurará incluso en el Reino de los cielos, pues, gracias a él, nos sentaremos por siempre a su mesa celestial para compartir la gloria y la compañía dichosa de Dios. Por eso decimos que la participación en la mesa del altar es prenda de la gloria futura.
Gracias, Señor, por tu amor increíble, manifestado en la Eucaristía; gracias por el don de tu vida, renovado en cada comunión; gracias, Señor por la esperanza de la vida eterna, confirmada en cada encuentro contigo. Que el Espíritu santificador nos haga uno contigo para formar un solo cuerpo con todos los hermanos.
ORACIÓN DE LOS FIELES
A cada invocación, respondan, por favor.
Cristo, Pan de vida, escúchanos.
- Por la iglesia, Cuerpo místico de tu presencia en el mundo. Para que alimentada con el Sacramento de la Eucaristía, no cese de ofrecer el sacrificio perfecto.
- Por todas las naciones del orbe, para que, animada por la presencia de Cristo en la historia, venzan con justicia y transparencia la emergencia desatada por la Covid19.
- Por nuestros hermanos que sufren, por nuestros hermanos enfermos y los equipos médicos; para que, animado por el viático salvador de la Eucaristía, venzan sus dificultades con el poder del amor de Dios.
- Por nuestra comunidad parroquia, para que, unida en el fuego de la caridad y la oración celebre con gozo el misterio de tu Palabra, de tu Cuerpo y de tu Sangre y ser semillero de santidad en medio de nuestra ciudad.
ORACIÓN FINAL
Bendito seas, Padre, porque constituiste a Cristo resucitado como Señor y Rey de la creación, como juez de vivos y muertos. Tú eres el Dios santo, tú eres la luz, amor, ternura y misericordia; y nosotros somos tiniebla, egoísmo, dureza, frialdad y violencia. No obstante, tú nos quieres a todos tus hijos tal como somos, Pero nos mandas amarnos unos a otros como Cristo nos amó.
Nos cuesta mucho, Señor, ver a Jesús en los pobres, en los marginados, en los rudos, antipáticos y maleducados. Haznos ver en ellos la cara oculta del Cristo sufriente. Enciende nuestros corazones con el fuego de tu palabra y danos tu espíritu de amor que nos transforme por completo para que, amando a todos, aprobemos tu examen final.
Amén.