En aquel tiempo Jesús dijo a la gente y a sus discípulos: - Los maestros de la ley y los fariseos enseñan con la autoridad que viene de Moisés. Por lo tanto, obedézcanlos ustedes y hagan todo lo que les digan; pero no sigan su ejemplo, porque ellos dicen una cosa y hacen otra. Atan cargas tan pesadas que es imposible soportarlas, y las echan sobre los hombros de los demás, mientras que ellos mismos no quieren tocarlas ni siquiera con un dedo. Todo lo hacen para que la gente los vea. Les gusta llevar en la frente y en los brazos porciones de las Escrituras escritas en anchas tiras, y ponerse ropas con grandes borlas.
Quieren tener los mejores lugares en las comidas y los asientos de honor en las sinagogas, y desean que la gente los salude con todo respeto en la calle y que los llame “maestros”. Pero ustedes no deben pretender que la gente los llame “maestros”, porque todos ustedes son hermanos y tienen solamente un Maestro. Y no llamen ustedes “padre” a nadie en la tierra, porque tienen solamente un Padre: el que está en el cielo. Ni deben pretender que los llamen “guías”, porque Cristo es su único Guía. El más grande entre ustedes debe servir a los demás. Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido. (Mateo 23,1-12).
Los jefes religiosos de la época de Jesús se creían superiores, mientras que Él y sus auténticos discípulos se caracterizan por una actitud sencilla y humilde. Veamos cómo podemos aplicar a nuestra vida este pasaje del Evangelio, teniendo en cuenta también los textos biblicos de Malaquías 1,14b-2,2b.8-10, el Salmo 131(130), y I Tesalonicenses 2, 7b-9.13].
1.- “En la cátedra de Moisés se sentaron los maestros de la Ley y fariseos”
Jesús y sus primeros seguidores experimentaron la oposición de los jefes religiosos. Entre éstos estaban los saduceos, de la casta sacerdotal, que derivaban su nombre de Sadoc, un antiguo sacerdote de la época de Salomón (siglo 10 a.C.), se jactaban de su casta y explotaban a los pobres comerciando con la religión. El profeta Malaquías (siglo 5 a.C.), como dice la primera lectura, les había transmitido a los sacerdotes del templo de Jerusalén, recién reconstruido después del regreso de Babilonia, un reproche de parte de Dios por no cumplir debidamente su misión: “Ustedes se han apartado del camino, han hecho tropezar a muchos, han invalidado mi alianza”.
Los fariseos, término que significa originariamente separados o segregados –en el sentido de incontaminados-, constituían una especie de partido religioso cuyos principales representantes eran los escribas, doctores o maestros de la Ley. Ellos se consideraban superiores a los demás y merecedores de la recompensa divina por cumplir la Ley o “Torá” que había promulgado Moisés en el siglo 12 a. C., y una serie exhaustiva de normas y prácticas rituales derivadas de ella. A ellos se refiere Jesús en el Evangelio señalando su hipocresía, su intransigencia y su soberbia.
2.- “El más grande se hará el servidor de ustedes”
Jesús era llamado (“Rabbí” (Maestro) y “Adonai” (Señor) por sus discípulos. Sin embargo, sólo una vez en los Evangelios se da a sí mismo estos títulos, después de lavarles los pies a sus discípulos inmediatamente antes de la última cena, con el fin de explicarles el sentido de lo que acaba de hacer: “Ustedes me llaman Maestro y Señor; y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo, para que como yo he lo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan” (Juan 13, 13-15).
Jesús dice en otros pasajes evangélicos que Él no vino a ser servido, sino a servir(Marcos10, 45; Mateo 20, 28) y que está en medio de sus discípulos como el que sirve (Lucas 22, 27). El verdadero valor de lo que hacemos no está en los títulos, sino en la actitud de servicio. El valor de una profesión, por ejemplo, no está en el diploma que se enmarca visiblemente en una pared, sino en orientar el saber adquirido hacia el bien de los demás, sin buscar ser aplaudidos y alabados con bombos y platillos, sino ante todo la mayor gloria de Dios, que es el bien de todos sus hijos, de todas sus criaturas.
Lo que dice el apóstol Pablo en la segunda lectura contrasta con la actitud de los fariseos criticados por Jesús. Pablo mismo había sido fariseo antes de su conversión, y ahora invita a los primeros cristianos de la ciudad griega de Tesalónica a tener presente la actitud de servicio con la cual él y sus colaboradores los habían tratado, sin imponerles cargas insoportables: Recuerden, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no ser gravosos a nadie. Así deberíamos proceder nosotros con los demás, especialmente los que tenemos la misión de educar –padres y madres de familia, profesores de colegios y universidades, ministros de la Iglesia–, teniendo en cuenta que “ministro” significa originariamente servidor.
3. “El que se humilla será enaltecido”
Esta sentencia se ha realizado ante todo en el mismo Jesús, quien, como dice el apóstol san Pablo en otra carta (Filipenses 2, 6-11), “no estimó el ser igual a Dios como algo a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de servidor…; y en su condición de hombre se humilló a sí mismo (…); por lo cual Dios también le exaltó y le dio un nombre que está sobre todo nombre”.
Este es el núcleo de la enseñanza que nos trae el Evangelio de hoy. Por una parte, no se trata de aplicar a la letra las palabras de Jesús como si tuviésemos que abolir todos los títulos y apelativos, pero sí de no basar en ellos el reconocimiento de las personas, como si unas valieran más que otras por sus pergaminos; tampoco se trata de ser serviles frente a los poderosos de este mundo humillándose en el sentido de desconocer la propia dignidad y dejarse instrumentalizar por ellos, pero sí de no pretender valer ante los demás por prerrogativas o privilegios de grandeza, que es lo que suele llamarse la “vanagloria” o el “vano honor del mundo”.
Siguiendo, pues la enseñanza de Jesús no sólo de palabra sino también de obra mediante su ejemplo de vida, seamos humildes haciendo nuestra la oración del Salmo 131 (130) “Señor mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre”.
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