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Domingo 6º del Tiempo Ordinario17 febrero de 2019

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“… Dichosos los pobres,

porque el Reino de Dios es para ustedes.

Dichosos los que ahora asan hambre,

Porque tendrán alimento en abundancia…”

 ( Lucas 6, 17.20-26 )

 

 Jesús no poseía el poder político romano ni el poder religioso judío para transformar la situación injusta que se vivía en su pueblo. Sólo tenía la fuerza de su palabra. Sus bienaventuranzas quedaron grabadas para siempre en sus discípulos y seguidores.

Se encuentra Jesús con gentes empobrecidas que no pueden defender sus tierras de los poderosos terratenientes y les dice: Dichosos los pobres, porque el Reino de Dios es para ustedes. Ve el hambre de mujeres y niños desnutridos, y no puede reprimirse: Dichosos los que ahora pasan hambre, porque tendrán alimento en abundancia. Ve llorar de rabia e impotencia a los campesinos, cuando los recaudadores se llevan lo mejor de sus cosechas y los alienta: Dichosos los que ahora lloran, porque reirán.

 ¿No es todo esto una burla? ¿No es sarcasmo? Lo sería, tal vez, si Jesús les estuviera hablando a los pobres y hambrientos desde un lujoso palacio de Tiberíades o una gran villa de Jerusalén… pero Jesús está con ellos. No lleva dinero, camina descalzo y sin túnica de repuesto. Es un pobre más que les habla con fe y convicción total.

 Los pobres le entienden. No son dichosos por su pobreza, ni mucho menos. Su pobreza no es un estado envidiable ni un ideal. Jesús los llama dichosos porque Dios Padre está de su parte. Su sufrimiento no durará para siempre. Dios Padre les hará justicia.

 Jesús es realista. Sabe muy bien que sus palabras no significan ahora mismo el final del hambre y la miseria de los pobres. Pero el mundo tiene que saber que ellos son los hijos predilectos del Padre Dios, y esto confiere a su dignidad una seriedad absoluta. ¡Su vida es sagrada! Esto es lo que Jesús quiere dejar bien claro en un mundo injusto: los que no interesan a nadie, son los que más interesan a Dios; los que nosotros marginamos son los que ocupan un lugar privilegiado en su corazón; los que no tienen quien los defienda, le tienen a él como Salvador y a su Dios como Padre.

 Los que vivimos acomodados en la sociedad de la abundancia no tenemos derecho a predicar a nadie las bienaventuranzas de Jesús. Lo que hemos de hacer es escucharlas y empezar a mirar a los pobres, los hambrientos y los que lloran, como los mira Dios. De ahí puede nacer nuestra conversión.

 

Sergio Pulido Gutiérrez, Mons.

Canónigo Catedral Primada y Párroco San Luis Beltrán