VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO B (SEPTIEMBRE 12 DE 2021)
MONICIÓN DE ENTRADA
Buenos días (tardes, noches) queridos hermanos. Les damos una fraternal bienvenida a la celebración de esta misa, en el vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario.
La liturgia de hoy nos deja ver al verdadero Mesías, anunciado por los profetas, y lo que implica seguirle. Abramos nuestro corazón para comprender su mesianismo y recibirle en nuestras vidas. De pie, cantamos.
MONICION ÚNICA PARA TODAS LAS LECTURAS
El evangelio de este domingo inicia una intensa instrucción a los discípulos. Jesús es el Mesías, pero su mesianismo pasa por el sufrimiento, la condena y la muerte.
El profeta Isaías así lo canta, hablando del siervo de Yavé; pero el salmista muestra su confianza en un Dios que viene en auxilio del que le invoca.
Creer, como lo descubre el evangelio y lo apunta Santiago, es aceptar un compromiso vital que lleva a dar incluso la vida por seguir al Señor. Escuchemos atentos.
PRIMERA LECTURA
Lectura del libro de Isaías (50,5-9a)
El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante,
porque inclina su oído hacia mí
el día que lo invoco.
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del abismo,
caí en tristeza y angustia.
Invoqué el nombre del Señor:
«Señor, salva mi vida.»
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
El Señor es benigno y justo,
nuestro Dios es compasivo;
el Señor guarda a los sencillos:
estando yo sin fuerzas, me salvó.
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Arrancó mi alma de la muerte,
mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.
Caminaré en presencia del Señor
en el país de la vida.
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
SEGUNDA LECTURA
Lectura de la carta del apóstol Santiago (2,14-18)
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.»
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Lectura del santo evangelio según san Marcos (7,31-37)
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino, preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
Palabra del Señor.
HOMILIA
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho» (Mc 8,31).
La palabra de Dios nos enfrenta este domingo con la cuestión que es la clave de nuestro cristianismo: ¿quién es Jesús para nosotros? La pregunta nos la hace el mismo Cristo, como entonces se la dirigió a sus discípulos.
Seguro que no es la primera vez que la escuchamos. Pues bien: hemos sido bautizados en el nombre de la Santa Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo; hemos sido instruidos en las enseñanzas de Jesús; por los sacramentos participamos de la gracia salvífica de Dios; procuramos llevar una vida ordenada según el espíritu del Evangelio, a pesar de nuestras caídas en el pecado. Todo ello nos identifica como cristianos, discípulos de Jesús. Si perseveramos en el propósito que el Padre Dios nos ha inspirado, siguiendo a Jesús en nuestra vida terrena, seremos invitados a ocupar un puesto junto a Cristo en el Reino de los cielos.
Nos preguntamos ¿qué más podemos y debemos hacer para obtener la salvación, la vida eterna? No se trata tanto de multiplicar los actos religiosos o de cumplir todas las normas de la forma más acabada y perfecta, sino de una cuestión de intensidad y fervor en el seguimiento de Jesús; y de acrisolada calidad en el discipulado.
Este pasaje, que tiene lugar en Cesarea de Filipo, constituye “el punto más alto y decisivo en todo el evangelio de Marcos” (Schmid, El evangelio según san Marcos, Herder, 224). Después de un tiempo de anunciar el comienzo de la instauración del Reino de Dios –anuncio acompañado por señales portentosas–, parecía que Jesús iba logrando adhesiones entre el pueblo, pero que mostraron tener poco arraigo. En este momento de su misión, la generalidad de la gente vuelve la espalda a Jesús, que se retira fuera del territorio de Israel para instruir con calma a sus discípulos más cercanos. En el evangelio de Juan, se marca un momento de ruptura después del discurso del pan de vida (Jn 6,60).
La piedra de toque es el concepto de Mesías que se ventila. Los judíos esperaban del Mesías la salvación para el pueblo; Jesús había venido como Mesías de Dios para traer la salvación: ¿qué faltó para que hubiera entendimiento entre ambos? Faltó el ponerse de acuerdo en el concepto de Mesías. Pues para los judíos, el Mesías había de restaurar el reino de David, expulsar a los romanos, extender las fronteras de Israel, darle la supremacía sobre los reinos de la tierra, que reconocieran al Señor como Rey del mundo: un Mesías poderoso, avasallador, glorioso, que impondría por la fuerza la ley y la justicia. Pero Jesús tenía otras intenciones, según los proyectos de Dios, cuya voluntad era su alimento (Jn 4,34). Por eso declaró a Pilato que su reino no era de este mundo (Jn 18,36), de manera que no había de temer que le fuera a arrebatar el poder. No era un reino terreno lo que Él había venido a fundar, sino el Reino de Dios: un reino celeste en el que había de integrarse armoniosamente la sociedad de los hombres; un reino que es fundamentalmente obra de Dios, en la que colabora el hombre poniendo a disposición de Dios todo su ser, en una actitud de humillación (pues el hombre es como nada ante Dios –Is 40,17). La máxima expresión de la entrega del hombre a Dios es Jesucristo crucificado, que entrega su vida entera en manos del Padre con la esperanza puesta en Dios –que no defrauda– de obtener la plenitud de la vida.
En cambio, desde que el hombre es hombre, ha tratado de construir el reino de la tierra guiado por su inteligencia, impulsado por su fuerza (así entendían los judíos al Mesías, como príncipe divino). Primero, procurándose la provisión de alimentos, luego la acumulación de riqueza, después la mejora del estado del bienestar. Paralelamente, ha buscado incrementar su poder sometiendo a sus congéneres, extendiendo sus dominios y enriqueciéndose a toda costa; incluso imponiendo a la fuerza a los de su propia comunidad sus propias convicciones, conductas y estilos de vida. No será así entre vosotros –dirá Jesús a sus discípulos–: el que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor (Mc 10,43).
¿Servir? ¿Cómo? Como el Hijo del hombre, que dio su vida de la forma más radical, no por masoquismo sino como el grano de trigo (Jn 12,24), multiplicándose en beneficio de la comunidad.
Ahí es donde nos lleva Jesús hoy. ¿Quién es un discípulo aplicado de Jesús? Bien está creer y practicar, pero el verdadero discípulo de Jesús trata de imitarlo en su entrega generosa pues esto es lo que se ajusta a la voluntad del Padre y a la conducta del Hijo para que tengamos vida en abundancia (Jn 10,10). Si confiamos en Dios y caminamos en su presencia, nuestro Dios compasivo nos salvará (Sal 114/116,8-9).
ORACIÓN DE LOS FIELES
Imploremos, hermanos, la misericordia de Dios y pidámosle que escuche las oraciones de los que hemos puesto nuestra confianza en él: Decimos todos:
Señor, escucha el clamor de tu pueblo.
- Para los obispos, los presbíteros y los diáconos pidamos al Señor una vida santa, tal como corresponde a su ministerio, y el premio abundante de su trabajo.
- Para los que gobiernan las naciones y tienen bajo su poder el destino de los pueblos pidamos el don de la prudencia y el espíritu de justicia.
- Para los enfermos e impedidos pidamos al Señor la fortaleza necesaria a fin de que no se desanimen ante las dificultades y vivan alegres en la esperanza de los bienes eternos.
- Para nosotros mismos y para nuestros familiares, amigos y bienhechores pidamos al Señor que nos conserve y aumente los bienes que con tanta generosidad nos ha concedido.
EXHORTACIÓN FINAL
Dios nuestro, fortaleza de los pobres y auxilio de los que sufren, escucha las oraciones de tu
Iglesia y danos el Espíritu Santo, para que, iluminados con su luz, creamos con el corazón y
confesemos con las obras que Jesús es el Mesías y vivamos convencidos de que salvaremos nuestra vida.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Amén.