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La parábola del sembrador

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Enseñanza para el XV domingo del tiempo ordinario, Ciclo A. 

En aquel tiempo, salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del lago. Como se reunió mucha gente, subió a una barca y se sentó, mientras la gente se quedaba en la playa. Entonces se puso a hablarles de muchas cosas en parábolas. Les dijo: Un sembrador salió a sembrar. Y al sembrar, una parte de la semilla cayó en el camino, y llegaron las aves y se la comieron.

Otra parte cayó entre las piedras, donde no había mucha tierra: esa semilla brotó pronto, porque la tierra no era muy honda, pero el sol, al salir, la quemó, y como no tenía raíz, se secó. Otra parte cayó entre espinos, y los espinos crecieron y la ahogaron. Pero otra parte cayó en buena tierra y dio buena cosecha; algunas espigas dieron cien granos por semilla, otras dieron sesenta granos y otras treinta. Los que tienen oídos, oigan” (Mateo 13, 1-9).

1.- Se reunió mucha gente, subió a una barca y se puso a hablarles en parábolas
Desde el inicio de su predicación Jesús había proclamado una buena noticia: “El reino de los cielos está cerca”, es decir, Dios en persona viene con el poder de su amor a darnos vida eterna. Esta proclamación no era sólo de palabra, pues Él mismo con sus hechos encarnaba esa cercanía transformadora de Dios. Por eso mucha gente se sentía atraída por Él y ávida de sus enseñanzas. 
El relato del Evangelio de hoy, que en su versión completa corresponde a los primeros 20 versículos del capítulo 13 de san Mateo, se sitúa en la región de Galilea -al norte de Israel-, junto a la ciudad de Cafarnaúm y a orillas del lago Tiberíades, desde donde se pueden ver abajo las piedras del camino y arriba los sembrados de trigo y cebada sobre las laderas de una colina. 
Para que todos puedan verlo, Jesús sube a una barca empleándola como tarima. Y para que su mensaje les llegue a sus oyentes, usa el lenguaje narrativo de las parábolas, con imágenes sencillas y concretas tomadas de la vida cotidiana. Así se muestra Jesús como un excelente comunicador, dispuesto a sintonizar con la gente que lo escucha.


2.- “Salió el sembrador a sembrar…” 
Con la imagen de la siembra, Jesús se refiere a Dios Padre que esparce la semilla de su Palabra, hecha carne en la persona de Jesús. Pero también puede decirse que el sembrador es Jesús, pues Él nos revela al Padre. Y si la primera lectura (Isaías 55, 10-11) y el Salmo 65 (64) nos dicen que la palabra de Dios es como la lluvia que empapa la tierra, nosotros podemos decir que el Espíritu Santo, recibido en el bautismo y vuelto a recibir en los demás sacramentos, es asimismo el agua que nos hace tierra fértil y nos renueva para que demos fruto, cada quien de acuerdo con sus posibilidades. 
Otra imagen llena de significado, tomada del proceso de gestación y nacimiento de los seres humanos, y también empleada por Jesús en los Evangelios, es la que nos presenta san Pablo en la segunda lectura (Romanos 8, 18-23): “La creación entera… gime y sufre dolores de parto” (…), y “también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos esperando que el Padre nos conceda la perfecta adopción y redención”
Lo que se quiere significar con todas estas imágenes es que Dios mismo, nuestro Creador, con su acción salvadora por medio de Jesucristo y comunicándonos su Espíritu Santo, espera que cada uno (y cada una) de nosotros produzca frutos de vida eterna. 

3.- El terreno donde cae la semilla 
San Juan Crisóstomo, teólogo y predicador insigne nacido hacia el año 349 de la era cristiana y muerto en el 407, escribió esta reflexión: “¿En qué cabeza cabe sembrar sobre espinas, sobre roca y sobre camino? Tratándose de semillas que han de sembrarse en la tierra, eso no tendría sentido; mas tratándose de las almas y de la siembra de la doctrina, la cosa es digna de mucha alabanza. El sembrador que hiciera como el de la parábola merecería ser justamente reprendido, pues no es posible que la roca se convierta en tierra, ni que el camino deje de ser camino y las espinas, espinas. No es así en el orden espiritual. Aquí sí es posible que la roca se transforme y se convierta en tierra grata, y que el camino deje de ser pisado y se convierta en tierra feraz, y que las espinas desaparezcan y dejen crecer exuberantes las semillas…” (“Homilías sobre el Evangelio de San Mateo”, 44,3, en Obras de San Juan Crisóstomo, I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1955, páginas 847-848). 
El campo para la siembra es toda la humanidad. En él hay distintos terrenos, unos ineptos para que germine la semilla, otros dispuestos a recibirla y hacerla fructificar. Ahora bien, en el caso en que la situación actual de una persona sea la de un terreno inepto, Dios mismo con la acción de su Espíritu Santo puede transformarla en tierra buena. Por eso Jesús nos invita hoy, a cada uno y cada una, a examinar nuestra vida y preguntarnos qué tipo de terreno somos. ¿Soy como el terreno situado al borde del camino, que no puede retener la semilla y ésta se queda en la superficie al carecer del espacio que necesita para germinar? ¿Soy como el terreno rocoso, porque escucho la Palabra de Dios y la acepto al principio con entusiasmo, pero me faltan las raíces de la constancia y me desanimo ante cualquier dificultad? ¿Soy como el terreno lleno de espinas, que son los apegos a lo material, el hambre de dinero, las pasiones desordenadas, la vanagloria y la ambición de poder? ¿O soy tierra fértil porque acojo con plena disponibilidad la Palabra de Dios, esforzándome no sólo por entenderla sino también por hacerla fructificar en la práctica?

No podemos ser tierra buena si Dios mismo no nos fecunda con la acción de su Espíritu Santo, así como el agua puede hacer fértil al campo donde se siembra. Para que esto sea posible, tenemos que dejarnos arar, abonar y regar por Él. Así pues, invocando la intercesión de María santísima, cuya fiesta bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen celebra hoy la Iglesia, y que es la tierra buena por excelencia en la cual germinó y se hizo carne la Palabra de Dios, pidámosle al Señor que derrame a manos llenas su Espíritu sobre nosotros, y renovemos ante Él nuestra disposición a dejarnos trabajar y convertir en un terreno cada día más apto para dar frutos de vida eterna. Digámosle, por ejemplo: Señor, hazme tierra buena para recibir y dejar germinar en mi vida la semilla de tu Palabra. Amén.

 

 

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