Nos hallamos en plena Cuaresma, tiempo penitencial para los cristianos. Las penitencias cuaresmales suelen terminar antes de celebrar la Pascua, con la recepción del sacramento de la penitencia, con una buena confesión.
Cuando un cristiano piensa en irse a confesar significa que es consciente de sus pecados y tiene necesidad del perdón.
Puede tener dos actitudes interiores: vergüenza de haber cometido pecados y vergüenza de decirlos a un confesor, aunque sea sacerdote; o bien, tener confianza con el confesor, precisamente porque es sacerdote.
De hecho, el sacramento de la Reconciliación es un sacramento de “curación” interior. Nos confesamos para curarnos de los males que hemos cometido y nos pesan, nos dañan la conciencia.
Nos los queremos quitar de encima para tener la conciencia limpia y tranquila, para vivir más felices y en paz.
El sacramento de la penitencia, como todos los sacramentos, es un sacramento pascual porque es fruto de los méritos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús.
El perdón debe pedirse y debe darse. Cuando hacemos un daño o nos equivocamos en algo, pedimos perdón, y a quien hemos ofendido nos perdona. Del mismo modo cuando nos ofenden a nosotros, también hemos de saber perdonar.
Así lo decimos y lo pedimos en el Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Del mismo modo que el pecado hace daño a los demás, son también los demás los que nos deben perdonar. No me puedo perdonar yo solo, a mí mismo; son los otros (la comunidad) y Dios, a quien he ofendido, los que me deben perdonar.
Al principio del cristianismo, la confesión y el perdón se realizaban públicamente, luego pasó a ser más privado y reservado al confesor, que es quien representa tanto a Dios como a la comunidad.
Todos los sacramentos son eclesiales. No basta con pedir perdón a Dios desde el interior de mi corazón porque los pecados han ofendido también a los hermanos. Pero tener que decir los pecados al confesor, a menudo da reparo. El papa Francisco dice que avergonzarse es saludable.
Cuando una persona no tiene vergüenza significa que es un desvergonzado. Hay que tener vergüenza y hay que vencer la vergüenza porque nos hace humildes y sinceros, tanto ante Dios como ante los demás.
A veces, incluso humanamente, tenemos necesidad de hablar y desahogarnos con alguna persona de confianza. Y cuando nos hemos descargado, o nos hemos confesado, nos sentimos más liberados y felices.
La Iglesia, dice el Papa, “es Madre porque genera siempre nuevos hijos en la fe, los alimenta y les ofrece el perdón de Dios, regenerando a una nueva vida, fruto de la conversión”.
Los sacerdotes confesores deben ser signos de la misericordia y administradores del perdón de Dios a los hombres.
Es por eso que el Papa ha concedido facultades extraordinarias a todos los sacerdotes, especialmente, a los Misioneros de la Misericordia, para que a lo largo de este año jubilar, más que jueces sean padres y madres portadores de paz y misericordia, y no se fijen tanto en el pecado como en el pecador arrepentido que desea ser perdonado por la misericordia de Dios, recuperando si dignidad humana y cristiana de ser hijo de Dios.
En esta Cuaresma del Año de la Misericordia sería bueno que los cristianos recuperaran este sacramento de la reconciliación muy olvidado.
Primero de todo, hay que tomar conciencia de pecado y de pecador. Todos somos pecadores y todos tenemos necesidad de perdón, de reconciliación, de más paz interior.
Preguntémonos: ¿cuánto tiempo llevo sin confesarme? Todos somos un poco hijos pródigos que queremos volver al Padre. Él nos espera para abrazarnos. Cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza. Es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Será la mejor forma de cruzar la puerta de la misericordia en este año jubilar.
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